La posverdad se conviritó en la palabra del año en 2016 y todo indica que llegó para quedarse. Al parecer su origen se encuentra en un artículo de Steve Tesich en la revista «The Nation» de enero de 1992. En él señalaba que el pueblo estadounidense había optado libremente por vivir en un mundo de posverdad (a post-truth world). Su significado, por otra parte, todavía no está del todo reconocido. De momento, de acuerdo a Darío Villanueva, director de la RAE, por posverdad podemos entender que «las aseveraciones dejan de basarse en hechos objetivos para apelar a las emociones, creencias o deseos del público». Revisemos entonces un poco más sobre este tan mencionado concepto.
Siendo una palabra novedosa y originada en la lengua inglesa, lo primero que habría que decir es que la recomendación para su escritura está precisamente en la forma posverdad y no postverdad o post-verdad. Lo segundo es que la definición que se da en el ámbito anglosajón destaca la relación que hay con la generación de opinión pública a partir de afirmaciones que tienen su núcleo en la emoción y las creencias particulares. Con esto dejamos listo el terreno para escribir con propiedad y delinear el campo de acción en el cual nos podemos mover para pensar el fenómeno designado por este neologismo de posverdad. El problema fundamental, por tanto, se sitúa en el terreno epistemológico en la medida en que preguntamos por el criterio de verdad aplicado al ámbito político. En otras palabras, hemos de preguntarnos lo siguiente: ¿pueden ser la emoción y la creencia garantes de verdad a la hora de hacer política?
La verdad de la posverdad
Lo primero que habría que hacer notar es que al hablar de posverdad nos situamos en el encuentro de dos territorios: la pregunta por la verdad y su influencia en el campo político. Esto significa que hemos de tener mucho cuidado para no confundir las cosas. La pregunta de carácter epistemológico (¿qué es la verdad?) tendría que encontrar su punto de relación con lo político. La definición hasta ahora propuesta nos deja ver una diferencia entre una verdad basada en hechos y una en emociones, creencias o deseos. La primera apela a esa clásica idea que pone la verdad en el cruce de caminos entre el intelecto y la cosa, es decir, que pone el acento en la realidad como elemento que hace posible la verificación. Apostar por emociones, creencias y deseos es dejar que el sustento de la verdad se interne en el terreno de la subjetividad, es decir, en uno donde la diversidad pone en jaque todo intento de afirmación de que la verdad es una. Este segundo caso nos deja ante un reto de máxima importancia: si la verdad es múltiple, ¿cómo se consigue el acuerdo?
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Es de esta manera que podemos entender mejor ese punto de encuentro entre el problema de la verdad y la política. Entender la verdad como el resultado de un proceso de interpretación donde las emociones y las creencias juegan un papel fundamental está muy bien para los defensores de la singularidad y la individualidad. Es algo que se dice muy fácil: cada quien es libre de pensar como quiera. El problema está precisamente cuando la libertad de ese pensamiento para definir su verdad se enfrenta con la verdad de otro. ¿Cómo puede entonces construirse un campo de convivencia entre dos verdades? Se comienza a vislumbrar la necesidad de un acuerdo, de un consenso que dará más fuerza a una interpretación en detrimento de otra. La verdad detrás de la posverdad es que la defensa del libre derecho a pensar como se nos venga en gana nos pone ante el reto de definir un marco de convivencia que soporte este tipo de fragmentación llevado al extremo. Vivir en comunidad nos lleva inevitablemente a proponer unas reglas que permitan saber qué modo de pensar o qué «verdad» tomará el timón y, por tanto, cargará con la responsabilidad del rumbo.
La posverdad y el espacio público
Si se remarca la importancia de distinguir entre la pregunta epistemológica y el campo político es porque la defensa de la singularidad, tan encomiable, debe encontrar una moderación cuando se habla de lo público. El verdadero problema está precisamente en un juego de fuerzas que se va haciendo más complicado mientras más subimos en el número de participantes. En el ámbito privado, entendiendo por tal aquel que no es de interés general, la divergencia de ideas puede encontrar una resolución en la figura de mayor autoridad dentro de la familia o del grupo de amigos, por poner ejemplos «sencillos». Los criterios para definirla pueden ser diversos: por tradición, por antigüedad, por edad, por capacidad económica… Cuando hablamos del interés general, es decir, de un espacio público, este tipo de criterios resultan claramente insuficientes y algunos hasta inquietantes. La verdadera pregunta, entonces, es cómo hacer convivir la pluralidad de ideas en un espacio público.
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Se parte entonces de la premisa de que existe un espacio público delimitado al que se le presenta la dificultad de la convivencia de ideas divergentes. Esto resulta sumamente interesante, pero la realidad, elemento que la posverdad parece querer pasar a segundo plano, se resiste e interpela con fuerza. Una cosa es enfrentar una verdad que no es ya única y definitiva abriéndose a un diálogo plural y otra pensar que cualquier acuerdo o consenso va en detrimento del valor de estas verdades múltiples. Esto es lo que sucede cuando pensamos la verdad como algo plural y damos el salto al terreno político: la defensa de la singularidad de una opinión o punto de vista termina encontrándose con la fuerza de las mayorías. La definición del espacio público no es sencilla, pero si lo tomamos aquí como el lugar donde se debate y configura el interés común, entonces habrá que decir que la pluralidad se termina sometiendo al filtro de las mayorías. Pero, ¿no debería resultarnos sumamente familiar todo esto?
Ni tan pos ni tan verdad
Convivir en la pluralidad es algo que los sistemas representativos ya realizan. Se conforman grupos que, al menos en teoría, representan un determinado ideario, una forma de hacer y una apuesta por el futuro. A esos grupos les llamamos partidos. Los ciudadanos votan de acuerdo a su mayor o menor afinidad y entonces se compone el espectro político. La tarea de estos representantes es la de generar consensos para darle el mayor espacio posible a la diversidad de voces que precisamente representan. Pero hay que subrayar: el mayor espacio posible. Si vamos siguiendo el discurso podemos ver con claridad que en términos prácticos y concretos, en ese punto en el que la política tiene que decidir y ponerse en marcha, la pluralidad tiene que pasar por un filtro para decantarse por una opción o se condena al inmovilismo de consecuencias nefastas. Que la opción elegida sea más o menos incluyente es lo que puede ponerse siempre a debate. Además, de su éxito o fracaso dependerán también los resultados en las próximas elecciones y la siguiente configuración de los órganos de representación. Esto funciona bajo normas claramente establecidas y consensuadas que hacen que el cambio conviva con la estabilidad.
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He querido llegar hasta aquí para mostrar que la posverdad no encuentra su dimensión más problemática en las estructuras de representación y gobierno, sino en el hecho de que las voces que demandan representación han dejado de sustentarse en argumentos, diálogo y debate orientados de manera racional. En otras palabras, el verdadero problema es que al abrir la puerta a la pluralidad y singularidad hemos desechado también, y sin ningún motivo, la necesaria reflexión y crítica que permite encontrar un mayor y mejor fundamento para una propuesta. No confiamos en las otrora grandes fuentes de información. Pasamos del concierto de la pluralidad al desconcierto de la opinión caprichosa. - tuitéalo Donde reina la desconfianza no es posible la comunicación y se da pie a la creencia de cualquier cosa. Pensar cada uno libremente no significa poder escapar de la responsabilidad de la argumentación del propio punto de vista. Porque desconfiar de los grandes medios no hace más verdaderos los rumores en las redes. El verdadero problema, entonces, es que la posverdad no es sino un eufemismo para decir que la mentira se apodera de manera deliberada del espacio público. Escapar a sus efectos inicia con llamar a las cosas por su nombre.
Nuestro verdadero problema está en el criterio de verdad personal. Sin asumir un compromiso de crítica y reflexión, sin herramientas para discernir, estamos condenados a la orfandad. No hay asideros para formarse una opinión meditada. Cualquiera que pretenda ocupar ese lugar se enfrenta a una marejada de descalificaciones y se pierde en la humareda de las dudas que se aprestan a rodearlo. Este es el escenario perfecto para la hoguera de la mentira y las llamas de lo visceral. Se puede entender entonces que las decisiones se tomen de acuerdo a corazonadas, de acuerdo a aquello que más llama a mi sentir y a mis creencias. Si siento que estoy bajo un sistema opresor apoyaré al que me hable de libertad. Si creo que soy víctima de una injusticia iré ahí donde se escuche hablar de una mejor retribución. La atención se gana no para construir una verdad, no para dar forma a un argumento sustentando, sino para el mero desahogo. Cuando estas voces furibundas llegan al espacio público incendian el debate y precipitan las decisiones. Hacer política a llamaradas tiene consecuencias desastrosas más que previsibles.
Posverdad y democracia
Situarse más allá de la verdad no es tocar con una dimensión superior a ella en sentido alguno. Más allá de la verdad está el territorio de la mentira y no el de la posverdad. - tuitéalo Solamente hablando con propiedad podemos comenzar a recuperar el territorio perdido. La defensa de lo singular tiene que plantearse los dos sentidos posibles de esta palabra que bien remarca Eugenio Trías: «aquel según el cual singular se opone a plural y a general, […] y aquella segunda significación en la que se opone singular a habitual, normal, en sinonimia con términos tales como ‘excepcional, extraordinario, raro, extravagante, curioso, sorprendente, ligeramente distinto y ligeramente diferente de lo que pasa por ser regla o normalidad'». (Tratado de la pasión, 2006 p. 86) Lo singular, por tanto, no tiene que identificarse con una atomización de los puntos de vista hasta llegar al absurdo de que cada persona posee una opinión incomunicable. Se trata, por el contrario, de dar con esta noción singular por su intensidad y no por su número. Por su aporte original y no por el simple hecho de pertenecer a un único individuo. Es así como puede entenderse que lo singular se conserva a pesar de ser suscrito por una mayoría. En segundo y último término habrá que escuchar a Sartori:
El pueblo no tiene siempre razón en el sentido de que nunca se equivoca, sino en el sentido de que tiene el derecho a equivocarse, y que el derecho a equivocarse compete a quien se equivoca por sí solo, en perjuicio propio. Y así está bien. (¿Qué es democracia?, p. 40)
Hoy que la palabra democracia se usa en exceso (sobre todo para hacerla casi un sinónimo de bondad) conviene recordar que lo que señala la posverdad es una posibilidad dentro del contexto democrático. Lo que es más, la posverdad nos recuerda esa gran crítica a la democracia que hacían sus creadores mismos: la decisión de la mayoría no necesariamente coincide con la mejor de las decisiones. Pero preferimos esto a la imposición y el autoritarismo. Siendo así tenemos que aceptar que el error es una posibilidad, es decir, que no hay obligación alguna de elegir siempre lo mejor y más sensato. La decisión mayoritaria es la decisión legítima en tanto que hay derecho a equivocarse, pero no quiere decir que esa decisión representa la verdad o que resulte más verdadera por el hecho de tener una mayoría detrás de ella. Lo que sí es que, de nuevo, hay que aceptar que esos errores se hacen en perjuicio propio y, por tanto, nos hablan del necesario sentido de responsabilidad. ¿Estamos dispuestos a aceptar que preferimos seguir y votar una mentira antes que hacer un ejercicio de reflexión serena? Si es así, que se escuche alto y fuerte. Que se diga con valor y coraje, sin miedo alguno. Este es un derecho democrático al que le corresponde la obligación de la responsabilidad. Las generaciones futuras juzgarán los resultados de elegir la efímera verdad de los caprichosos afectos antes que una verdad singular evaluada por lo que aporta al colectivo.
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Carlos, posverdad y política.
Si ponemos la posverdad en el ámbito político, todo se entiende mejor. La política es un juego de poder entre partidos y lobbies. Y, generalmente, los segundos tienen más poder que los primeros.
Además, algunos lobbies controlan medios de comunicación. ¿Hay alguna forma mejor de crear la posverdad?
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Mi querido ratón, lo que resulta preocupante más allá de los lobbies es que nosotros mismos les ponemos la tarea muy sencilla. Por eso creo que debemos dejar de inventar términos que den algún tipo de «legitimidad» a esta manera de proceder. Así no puede decirse que se trata de un fenómeno de posverdad, sino que se señala la mentira y se adjudican responsabilidades. Lo primero da pie a enmascarar la inmoralidad del mecanismo. Si nosotros mismo lo permitimos y participamos alegremente en el proceso la salida y la mejora del uso de los canales de comunicación será imposible. ¡Abrazo roedor!
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